Querido monseñor Rolando Álvarez, cuando decidí escribirle esta carta confieso que lloré. Derramé mis lágrimas al ver con impotencia cómo los órganos del Estado eran utilizados para reprimir a los católicos que deseaban congregarse; lloré de frustración en cómo una amenaza del círculo de poder la ejecutaban hacia usted, impidiéndole salir de su casa, lloré por mi incapacidad de hacer algo para ayudarle desde la distancia, pero también lloré de orgullo porque en medio de la tempestad que usted vivía se arrodillaba solo ante Dios; lloré de admiración por su valentía, en ver ejemplificado el coraje de un líder que en tiempos turbulentos no se esconde. Durante el huracán de cosas malas que vive el país hablar con la verdad es un “pecado” y usted no teme morder la manzana. Ya lo dijo el papa Francisco en su discurso de Bolivia en 2015: “Detrás de tanto dolor y destrucción se huele el tufo… del estiércol del diablo”.

La Policía lo acusa de organizar grupos violentos y que incita a ejecutar actos de odio, que es un provocador de zozobra y desorden, además de ser un alterador de la paz. Usted sí es culpable de organizar grupos, pero de estudios a Dios y la Virgen, organiza eventos para los jóvenes y llama a las multitudes a responder el odio con el amor. También diría que es culpable en crear zozobra al diablo, porque como buen cristiano arrastra a las personas a Dios, las conduce por el buen camino y deja al enemigo sin discípulos. Y, además, yo cambiaría la palabra alterador de la paz por buscador de la paz, que es el gran tesoro perdido en los últimos años en Nicaragua.

Todos los días junto con mi esposa Luz Marina oramos por usted y por Nicaragua y estamos agradecidos porque predica con el ejemplo, aprendemos de usted en todo momento como cuando salió con determinación y se acercó a los que le impedían el paso, llamándolos hermanos y les pidió un abrazo. Usted reflejó la importancia de no ver partido ni color, sino al prójimo como a uno mismo y orar por ellos. Usted bendijo a todos, aunque estén causando mal. Una cosa es decirlo y otra es pregonarlo en la calle. Los católicos vemos su modelo y entereza de espíritu.

Querido Monseñor, me despido aún con los ojos rojos, porque Nicaragua se convirtió en una tierra hostil para la verdad, pero también comprendo y creo que Dios no se equivoca en sus planes al enviar a sus mejores soldados en una de sus tantas batallas de la gran guerra entre el bien y el mal. Podrán rodearlo de policías e impedir que salga, pero su voz trasciende fronteras.

Un abrazo de su amigo Dennis Martínez.

 

 

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