EL HOMBRE DE HIELO Y EL PAJARO DE FUEGO
Erase un hombre de hielo. Habitaba un desierto adonde había llegado huyendo de la muerte. Los amaneceres y los crepúsculos se alternaban allí con la claridad lunar de interminables noches. ¿Cuántos años se sucedieron?
El hombre desandaba un paisaje detenido, cautivo de sus días. Y él, que había huido de los grandes pájaros de fuego, quiso poseer uno que reuniera en su plumaje los colores de la vida.
Lo buscó en el desierto circundante, pero solo halló aves rapaces de corvos picos y horripilantes graznidos, que le recordaron los campos de batalla; y el hombre lloró sobre las ásperas piedras…
Cierta vez lo vio crecer sobre el único árbol del paraje, y lo creyó irreal; pero al rozar con sus dedos el sedoso plumaje, supo que ya no estaba solo.
Entonces, el pájaro se posó en su hombro, le cantó al oído; y él supo que la guerra continuaba; pequeños países eran invadidos, pueblos enteros aniquilados, y supo que ese pájaro de luz tenía una misión: pedirle a cada habitante que sume su voz, a un solo desesperado grito universal… ¡Baaaasta!
Una tarde calurosa y amarilla, en que el viento formaba con las arenas remolinos blancos, el pájaro se quedó muy quieto sobre el árbol deshojado; había escuchado el clamor de todas las almas angustiadas y se le fue enrojeciendo el plumaje. Abrió las alas, remonto vuelo, y se alejó.
Unos hombres que lo vieron, lo derribaron. El cuerpecito se abatió en la desértica inmensidad.
El hombre lo busco y al no encontrarlo recorrió el desierto. Lo halló al caer la tarde y lo recogió: un cuerpito chamuscado, en su enorme mano.
Entonces el hombre, cuyo corazón ya no era de hielo, pudo escuchar el mismo grito que oyera el pájaro: ¡Basta…, baasta…, baaaaasta…